Expuesto a la vida

El miedo, la desesperación y la esperanza lo acompañaban, y la nieve ya cubría sus tobillos. Mi padre llegó a la orilla del pueblo, sintiendo el intenso frío de la tormenta calándole hasta los huesos, con sus pies entumecidos y el avance dificultado por la nieve congelada que cubría el camino.

Expuesto a la vida es la historia de mi primer año, cuando llegué a madera, fue una experiencia sorprendente y conmovedora. Descubrí que no era el único bebé en casa ya que una niña grande y regordeta siempre estaba ahí para cuidarme. Ella me contaba historias mientras mamá trabajaba en la cocina, y a menudo traía migajas de galletas o pan para compartir conmigo. Esta era mi hermana mayor, una exploradora de casi cuatro años de edad. Hasta entonces, éramos solo tres en la familia, pero un día llegó un hombre con barba tupida y nariz afilada. Sus ojos verdes contrastaban con su cabello negro y su cuerpo fuerte y velludo, como un auténtico gladiador regresando a casa después de meses de trabajo en el norte. Su pasatiempo favorito era pasar tiempo conmigo, y cuando se aburría, me envolvía en ropa y me sacaba a pasear. Me mostraba con orgullo a los perros, caballos, vacas y gallinas, y a menudo visitábamos a sus amigos. Yo era su centro de atención.

Imagina vivir en un remoto poblado en la sierra, a unos 276 kilómetros al noroeste de la capital del estado de Chihuahua. En este lugar, las condiciones climáticas durante el invierno eran extremas, con nevadas que podían alcanzar hasta un metro de altura y temperaturas que se mantenían alrededor de los 0°C en días normales, pero en medio de las tormentas, el termómetro podía descender hasta los -30°C. A pesar de estas condiciones climáticas desafiantes, era una escena común ver a mi papá, quien, cual gallina culeca con un instinto paternal sobresaliente, me llevaba siempre en brazos a dondequiera que fuese.

Desafortunadamente, los seres humanos compartimos nuestro mundo con seres invisibles a simple vista, estos son los microorganismos. Estos seres viven en una dimensión microscópica, lo que significa que son tan pequeños que solo pueden ser vistos con la ayuda de un microscopio. A diferencia de nosotros y otros organismos multicelulares, los microorganismos están formados por una sola célula, lo que los hace asombrosamente simples en su estructura pero sorprendentemente poderosos en su impacto. A pesar de su tamaño diminuto, desempeñan roles esenciales en la naturaleza al participar en procesos clave como la descomposición de materia orgánica, la producción de alimentos y la fermentación. Sin embargo, también pueden ser responsables de enfermedades infecciosas, lo que hace que el estudio de los microorganismos sea fundamental en campos como la microbiología y la medicina.

Nuestra existencia es como vivir inmersos en una mezcla en la que se encuentran innumerables microorganismos, tales como bacterias, virus, hongos y parásitos. Para protegernos de estos invasores invisibles, nuestro cuerpo está dotado de un sistema de defensa extraordinariamente eficaz a nivel microscópico: el Sistema Inmunológico. Este sistema, cuan ejército Cimbrio, se pone en marcha en cuanto detecta la presencia de los famosos antígenos, y su misión consiste en erradicar cualquier elemento extraño que amenace nuestro bienestar. A pesar de su eficiencia, el sistema inmunológico no es perfecto y, en ocasiones, comete errores que pueden desencadenar trastornos de salud, como alergias o enfermedades autoinmunes.

Los virus son criaturas tan antiguas como la misma vida en la Tierra y tan diminutas que los científicos debaten si realmente pueden considerarse seres vivos o si son simplemente estructuras moleculares. Se les describe como “paquetes moleculares”, envolturas microscópicas que tienen la habilidad de infiltrarse en células para cumplir su singular propósito: penetrar el núcleo celular y, como Hugh Jackman en “El Gran Truco”, replicarse una y otra vez. De hecho, es precisamente esta capacidad de replicación lo que hace que los virus sean tan peligrosos; cuántas veces pueden multiplicarse por célula.

Un día, mientras disfrutaba de un paseo junto a mi padre, la vida tomó un giro inesperado. En ese momento, un malévolo virus encontró su entrada en mi cuerpo, aprovechando una pequeña debilidad en mi sistema inmunológico. Este intruso se multiplicó rápidamente, causando estragos en mi organismo. Días después de la infección, me vi sumido en un intenso dolor que parecía apoderarse de cada rincón de mi ser. Mi temperatura corporal superaba los 38°C, y mi sistema inmunológico luchaba con todas sus fuerzas, generando una sobreproducción de fluidos para combatir al virus y expulsarlo. Sin embargo, el virus demostró ser formidable, y muchos de esos fluidos se transformaron en flemas en mis pulmones, dificultándome enormemente la respiración. Los dolores se intensificaron, y mi única forma de expresar mi sufrimiento era llorar sin cesar, como solo un bebé sabe hacerlo.

Mis padres, preocupados, buscaron la ayuda del médico más confiable de aquellos años, el Dr. Ariel Moya. Él les proporcionó las indicaciones más adecuadas para la situación: mantenerme en un entorno cálido de forma constante y seguir una receta de medicamentos antiinflamatorios, entre otros que ya no recuerdo, durante los próximos 15 días. Esto les brindó cierta tranquilidad, pero en el camino de regreso a casa, se encontraron con un buen amigo, el Dr. Pérez, quien les habló de una tormenta invernal muy fuerte pronosticada para los próximos días. Él les advirtió: “Si no llevan al bebé a la capital, podría no sobrevivir. Aquí no tenemos los medicamentos y los servicios necesarios para atenderlo en los próximos días.” Al escuchar estas palabras, mi padre entró en desesperación. Recién había regresado de Estados Unidos, y el dinero que había traído se estaba invirtiendo en la construcción de nuestra casa. Además, no teníamos un vehículo adecuado para viajar a la capital, ya que en esos días no existían ambulancias y aún no se había construido la carretera. Pasaron algunas horas y el cielo se oscureció, comenzó a nevar, y mis padres, en casa, se sintieron atrapados como animales, llenos de temor por la posibilidad de perder a su bebé. Agotaron todas las opciones en sus mentes, exploraron todas las posibilidades. Contemplaron todo: la distancia hasta la capital, más de 100 kilómetros de camino de tierra que, en ese momento, ya debería estar cubierto por unos 10 centímetros de nieve. Era una misión imposible, ya que en esa época muy pocas personas disponían de un vehículo adecuado para esas condiciones. Fue entonces cuando mi padre recordó a uno de sus amigos, “Jesús Girón, El Chuma”, quien tenía un vehículo apropiado y era un amigo cercano de mi padre. Sin embargo, surgió otro problema: Chuma vivía en Tres Ojitos, y la nieve ya había bloqueado el camino hacia esa localidad.

No había alternativa; el vehículo de Chuma era nuestra única esperanza de salvación, pero estaba a unos 15 kilómetros de distancia. Sin titubear, mi padre se apresuró a prepararse. Se despojó de sus zapatos y comenzó a ponerse capas adicionales de ropa: un pantalón adicional, un par de calcetines más, envolvió sus pies en bolsas, se abrigó con suéteres, chamarras y gorros. Luego, emprendió la caminata. El miedo, la desesperación y la esperanza lo acompañaban, y la nieve ya cubría sus tobillos. Mi padre llegó a la orilla del pueblo, sintiendo el intenso frío de la tormenta calándole hasta los huesos, con sus pies entumecidos y el avance dificultado por la nieve congelada que cubría el camino. Alternó entre correr y trotar sobre los campos helados de cultivo en dirección al ejido Tres Ojitos. Cada paso era un desafío, pero mi padre nunca se rindió. Finalmente, llegó a su destino, sin siquiera tocar la puerta. Simplemente entró y, frente a la mirada atónita de Chuma y su familia, explicó la urgencia del problema: “Necesito que me lleves a Chihuahua. Mi hijo está gravemente enfermo, y si no lo internamos, podría morir”. Sin pérdida de tiempo, Chuma tomó una chamarra y partieron rumbo a Madera.

En Madera, mi madre ya había preparado todo para nuestro viaje, y en cuanto llegaron mi padre y Chuma, los cuatro nos pusimos en camino hacia la capital. El trayecto se convirtió en toda una aventura, con un terreno sinuoso y la creciente capa de nieve que nos hizo patinar, derrapar e incluso salirnos del camino en algunas ocasiones. Sin embargo, nada de esto impidió que llegáramos a nuestro destino: el Hospital General de Chihuahua. Pero la batalla aún no había terminado. Durante los siguientes 15 días, vivimos una experiencia agotadora, jadeando con cada aliento como si fuera el último, incapaces de descansar. Mis padres estaban exhaustos, pero no me dejaron solo ni por un instante. Nunca se rindieron, a pesar de la agonía que sentían al ver a su bebé luchando por su vida.

Pasé 15 días hospitalizado a los 8 meses de edad, y durante ese tiempo, mi cuerpo cambió notablemente. Mi gordura desapareció por completo; ya no tenía esos rollitos en las piernas ni en los brazos, e incluso se podían contar mis costillas. Mi fuerza se desvaneció, pero lo más importante es que había superado ese virus, y mi espíritu renació con una apreciación renovada por la vida. El médico me recetó tres meses de reposo, sin cambios bruscos de temperatura, y me indicó que siguiera la receta al pie de la letra. Luego añadió: “Después de esos tres meses, déjenlo jugar con la tierra, que toque a los animales, que se ensucie. Permitan que su organismo se enfrente al mundo real. Recuerden que un bebé es un ser nuevo en este mundo lleno de gérmenes, bacterias, virus y todo un universo microscópico que seguirá existiendo a pesar del aislamiento y la sobreprotección. Deben permitir que su organismo se adapte a su entorno.

Después de la tragedia, llega la calma, y mis padres, agotados y con sus espaldas resentidas por cargar conmigo día y noche durante esos angustiosos días, nunca se detuvieron en su misión de satisfacer cada una de nuestras necesidades. Fue en esos momentos cuando aprendí mi segunda lección de vida: el amor de tus padres es el más puro y perdurable que experimentarás, hasta que lleguen tus propios hijos.