Nostalgia y Lecciones de Vida, de mi vida en mi niñez.
En los confines de una realidad donde los límites de lo posible y lo imposible se entremezclan, se oculta una puerta olvidada en una antigua biblioteca. Después de años de desuso, su existencia había caído en el olvido, excepto para un bibliotecario solitario llamado Ru, cuyo corazón latía al ritmo de los secretos que albergaba. En una tranquila tarde, mientras acariciaba el lomo polvoriento de un antiquísimo tomo, Ru sintió un susurro suave, un eco de otro tiempo. Aquel murmullo lo atrajo irresistiblemente, guiándolo hacia la puerta oculta y desencadenando una serie de acontecimientos que lo llevarían a descubrir un mundo que solo podía existir en los límites entre la imaginación y la realidad. Al abrir esa puerta, Ru se adentró en un recuerdo de mi propia infancia.
Mi nombre es Arnulfo, y quiero compartir contigo un recuerdo especial de mi infancia en Ciudad Madera. A la edad de 5 años, mi mundo estaba lleno de asombro y descubrimientos constantes. Mi mente trabajaba incansablemente, tejiendo complejas conexiones neuronales que me permitirían comprender y explorar el mundo de una manera más profunda.
A medida que crecía, mi desarrollo cognitivo se volvía cada vez más impresionante. Comenzaba a pensar de manera más lógica y abstracta, resolviendo problemas simples con una curiosidad insaciable por todo lo que me rodeaba. Mí vocabulario se expandía día a día, y podía comunicarme de manera efectiva, incluso expresando mis ideas de forma más clara y precisa.
Pero no era solo mi mente la que estaba creciendo. También estaba aprendiendo a interactuar con mis compañeros. Descubriría cómo comprender las emociones, desarrollar habilidades para resolver conflictos y mostrar empatía hacia los demás. Cada día era una nueva lección en el complejo mundo de las relaciones humanas.
Mis habilidades motoras, tanto gruesas como finas, se perfeccionaban con cada paso que daba. Correr, saltar y lanzar eran actividades que disfrutaba enormemente, al igual que escribir, dibujar y abrocharme los botones. Con cada pequeño logro, me volvía más independiente en mis actividades diarias.
Pero lo que realmente cautivaba mi imaginación era el juego imaginativo y creativo. Podía pasar horas creando historias, jugando roles y embarcándome en proyectos artísticos de una complejidad que asombraba a mis padres. Mi mente era un caldero de ideas y mi mundo, un lienzo en blanco lleno de posibilidades.
A medida que pasaba el tiempo, mi memoria y atención seguían mejorando. Podía recordar detalles importantes de mis aventuras diarias y prestaba atención durante períodos más largos, lo que me ayudaba en mi proceso de aprendizaje.
No obstante, el crecimiento más significativo que experimenté fue emocional. A los 5 años, podía expresar mis emociones de manera efectiva, y mi comprensión de las emociones de los demás me convertía en un niño empático. Cada día era un paso más en mi viaje hacia la madurez, un viaje que estaba lleno de promesas y emocionantes descubrimientos.
Y así, seguí creciendo y explorando el mundo que me rodeaba, con una mente aguda y un corazón lleno de comprensión y amor. Mi historia apenas estaba comenzando, y el futuro prometía ser tan brillante como mi incansable imaginación.
En mi infancia, la libertad era un tesoro que sabía saborear al máximo. Nuestro hogar se encontraba en la Colonia Campesina, una casa que pertenecía a mi abuelo materno, el inolvidable Rogelio Rodríguez, apodado cariñosamente “El Pichorras”. Compartíamos el terreno con su vivienda, un granero y un modesto corral de vacas, pero para mí, ese patio era inmenso, un mundo de diversión sin fin. En este rincón de la memoria, Ru descubre otro recuerdo entrañable: me veo a mí mismo correteando, jugando alegremente con mi hermana en el patio, hasta que, de repente, piso algo resbaladizo y caigo de bruces. ¡Era una enorme pila de excremento de vaca que quedó adherida a mi cuerpo como un traje! La siguiente escena me muestra dentro de una tina en el patio, mientras mi madre me baña con entusiasmo, risas y amor.
De manera inesperada, una ola de recuerdos inundó mi mente, todos de aquellos días dorados de mi infancia: los juegos interminables con los vecinos, la vez que me clavé un clavo en el pie y las travesuras en el granero que nos metíamos sin permiso. La nostalgia se apoderó de mí, y de repente, anhelé mi niñez con una intensidad inusitada. Sin embargo, a mis 37 años, la vida me brindó una lección inolvidable: a menudo, extrañamos más aquello que nunca supimos tener. Con esta revelación, abracé el presente con gratitud, reconociendo que cada etapa de la vida tiene su belleza y su magia única, y que el mejor regalo que podía darme a mí mismo era aprender a apreciar cada momento, sin importar la nostalgia del pasado o la incertidumbre del futuro.