En las profundidades de la majestuosa Sierra Madre Occidental, en el corazón del municipio de Madera, en el estado de Chihuahua, se encuentra una historia de contrastes que se teje entre los ecos de los árboles centenarios y el clamor de un pueblo maltratado. En esta región remota, donde las montañas se alzan imponentes, la industria maderera floreció, probocó el crecimiento económico de la zona, pero a un costo humano que ha pasado desapercibido durante demasiado tiempo. Es en esta encrucijada entre el progreso y la injusticia social que nos adentramos para explorar cómo el auge de la industria maderera en la región occidental de Chihuahua ha moldeado la vida de una comunidad, una historia que se teje a costillas de un pueblo maltratado por aquellos que buscan el dinero y el poder.
Por aquellos años, la industria maderera había consolidado su presencia en la región, con un total de 18 aserraderos en pleno funcionamiento. Sin embargo, la manera en que se organizaba el trabajo en esta industria dejaba al descubierto una dolorosa brecha en igualdad laboral.
La empresa implementó un sistema basado en contratistas, quienes se encargaban de reclutar a los trabajadores para llevar a cabo las diversas etapas del proceso: desde el corte de los robustos pinos hasta el transporte de la madera a las zonas de carga, y finalmente, la carga de los vehículos. Si bien este esquema ofrecía ciertas ventajas, permitiendo una mayor flexibilidad en la gestión de la fuerza laboral, pronto se hizo evidente que no todos los trabajadores disfrutaban de los mismos beneficios.
Para el transporte de la madera, la compañía adquirió una gran cantidad de camiones troceros, que luego asignaba a los contratistas bajo un sistema de crédito. Estos contratistas debían pagar sus camiones en abonos que se descontaban de sus ingresos semanales, en función de los volúmenes de madera que entregaban a la empresa. Una vez recibido el pago, cada contratista debía dividirlo en cuatro partes: una para los trabajadores del monte, otra para el pago del camión, una más para los servicios del camión y el combustible, y lo restante se destinaba a su propia utilidad. Esta estructura llevó a varios contratistas a tener bajo su responsabilidad más de 20 camiones.
Los aserraderos móviles que operaban en la región también seguían un esquema de contratistas. Únicamente los aserraderos principales, como El Largo, El Colorado y el de Cd. Madera, eran operados por personal directamente contratado por la compañía y disfrutaban de todas las prestaciones laborales de la empresa, incluyendo casas, escuelas y servicios médicos en sus hospitales.
Sin embargo, este sistema de contratistas resultó en una marcada desigualdad en las condiciones laborales, salarios y prestaciones entre los trabajadores del monte y aquellos que trabajaban directamente para la compañía. Uno de los contrastes más notables residía en lo que hoy conocemos como el “barrio americano”, casas construidas al estilo estadounidense con todas las comodidades imaginables para los trabajadores directos. En contraposición, las viviendas de los trabajadores del monte eran comunitarias y carecían por completo de servicios básicos.
Esta disparidad en las condiciones laborales y de vida se convirtió en una herida abierta en el tejido social de Madera, y marcó el comienzo de una lucha por la igualdad laboral que aún resonaría en la historia de la región.
Las condiciones adversas en las que los trabajadores de la región se encontraban no pasaron desapercibidas para las autoridades de la época. Tanto el General Lázaro Cárdenas, en su correspondencia con el presidente Gustavo Díaz Ordaz, como el Licenciado Alfredo B. Bonfil, al comunicarse con el presidente Luis Echeverría, informaron sobre las difíciles circunstancias laborales que prevalecían en la zona.
El trabajo de la extracción de la madera se caracterizaba por su extrema dureza y sacrificio. Requería una resistencia física que parecía casi sobrenatural. Los días comenzaban en las gélidas madrugadas, cuando los trabajadores se veían obligados a encender fogatas bajo los camiones para descongelar el Diesel. Una vez que el combustible se descongelaba, arrancar el motor era apenas el comienzo de su jornada. Debían esperar pacientemente durante 30 a 45 minutos hasta que el motor se calentara lo suficiente. En ese tiempo, aprovechaban para cargar todo lo necesario para una semana de trabajo agotador en el monte.
El arduo trabajo de cortar, trocear y arrastrar los troncos no solo era físicamente agotador, sino que también conllevaba un riesgo constante de accidentes laborales que, lamentablemente, cobraron la vida de muchos trabajadores que no recibían compensación, mientras que otros quedaban con lesiones que los marcaban de por vida.
Lo más notable, sin embargo, era que la mayor carga de trabajo recaía en estos hombres, quienes recibían salarios notablemente inferiores en comparación con otros empleados de la industria. A pesar de enfrentar las condiciones más duras y de contribuir de manera fundamental a la operación de la industria maderera, sus sueldos no reflejaban su valioso aporte.
Esta desigualdad en el pago y las duras condiciones laborales conformaban una realidad amarga para los trabajadores de la región, una realidad que clamaba por un cambio y una búsqueda incansable de justicia en un entorno donde la madera era sinónimo de riqueza, pero también de desigualdad.
Hoy, en Madera, el legado de las desigualdades laborales y las dificultades del pasado ha dado paso a un pueblo fortalecido y unido. La comunidad, que una vez luchó contra la injusticia, ahora se erige como un ejemplo de resiliencia y cooperación. La industria maderera ha evolucionado hacia un enfoque más equitativo, y Madera brilla con la esperanza de un futuro en el que todos sus habitantes prosperen juntos. Esta historia nos recuerda que, con determinación y solidaridad, cualquier comunidad puede superar desafíos y construir un mañana más prometedor.