Resido en un rincón que trasciende el microcosmos, en medio de un océano infinito de cuerdas mágicas que se retuercen y dan forma a emociones, pensamientos e ilusiones. Aquí, las leyes físicas y las distancias carecen de significado, ya que mi presencia se extiende por todas partes; soy una conciencia que yace en el punto de convergencia de los patrones de la existencia. Desde este lugar, el tiempo se convierte en una entidad tan maleable como las imágenes que componen una película. Aquí, se pueden percibir las esencias de la vida como partículas de agua en la neblina. Enfoca tu atención en una de ellas, mírala con detenimiento y podrás vislumbrar el universo que encierra en su interior. No obstante, te advierto, no te sumerjas demasiado, pues podrías quedar atrapado en las leyes que rigen su existencia. Para muchos, esto representa una prisión. A pesar de ello, presta atención, porque ¿qué sería de una conciencia sin un cuerpo en el que habitar? Concéntrate, en medio de esta nube flota una partícula de vida que alberga la esencia capaz de brindarte el conocimiento necesario para trascender.
En un instante, recorrí la inmensidad y de la nada, algo atrapó mi atención: una partícula de luz, tan diminuta como las demás, pero con un resplandor blanco y destellos azules que no pude resistir. Me acerqué para echar un vistazo y, de repente, me encontré inmerso en un universo de energía, luz y polvo que daba forma a miles de millones de galaxias, cada una albergando millones de estrellas acompañadas por sus propios planetas. Mi mirada se posó en un planeta azul en particular, y me acerqué más. La luz en su superficie me atrapó, envolviéndome en su brillante resplandor. Fue un momento abrumador; todo se volvió blanco y resonaron sonidos ensordecedores a mi alrededor. La incomodidad me envolvió, la sensación de asfixia me abrumó, y un dolor que recorrió todo mi ser me hizo estallar en un llanto desgarrador. Pero en medio del caos, una voz angelical susurró en mi oído: ‘Bienvenido al mundo, hijo mío.
En Chihuahua capital, un viernes 30 de mayo de 1986, a las 10:45 am, y pesando 4 kilos 350 gramos, nació un pequeño pero regordete bebé. Era de un blanco puro como la nieve, sus mejillas rosadas y sus ojos tan oscuros como la noche. Lo que más destacaba en su apariencia era una gran calva que adornaba su cabeza, y una extraña marca formada por múltiples lunares en su costado derecho. Ese bebé era yo, en mi estado más puro y saludable, sin una pizca de maldad ni de bondad, mis preocupaciones se limitaban a comer, dormir y, por supuesto, descomer. Era uno más de los ocho mil millones de seres humanos en este planeta. Pero en ese momento, todo estaba bien. Me gustaba lo que veía; había luz y oscuridad, y sobre todo, estaba ella. Ella lo facilitaba todo: me alimentaba, me cuidaba y me hacía sentir seguro.
El tiempo pasó, y nos mudamos a Ciudad Madera. Lo que más recuerdo de esa época es el color verde que dominaba todo y el reconfortante aroma a petricor que llenaba el aire cada día. Mi madre prestaba mucha atención a mí, ya que en ese momento, yo me movía por el colchón como una pequeña oruga. De vez en cuando, inevitablemente, caía al suelo, de nalgas o de panza, y la sensación de caer me asustaba tanto que desencadenaba un brutal y desgarrador grito de auxilio. En un instante, mi madre acudía a mi rescate. Después de arrullos y caricias, volvía a ser elevado al colchón. Anhelaba que me cargara y hablara conmigo, como solo ella sabía hacerlo. Sentía que aventarme del colchón al suelo era la forma más efectiva de traerte de vuelta a mi lado, mamá. Llamar tu atención era fácil, pero mantenerte siempre conmigo resultaba desafiante.
Ocho meses habían transcurrido desde que llegué a este mundo. Mi madre jugaba mucho conmigo y tenía grandes expectativas. Quería que caminara y hablara, pero yo no estaba tan seguro de eso. Prefería que me llevara en sus brazos, pero mi madre insistía en que era hora de caminar. Aunque lo intentaba, mis piernas regordetas apenas tenían la fuerza necesaria para ponerme de pie. Sin embargo, me aferraba a un dedo de mi madre, y esa simple conexión llenaba de confianza mi ser. Sabía que podía caminar si ella estaba a mi lado.
Cuando necesitaba moverme de una habitación a otra, solo tenía que tomar un dedo de mi madre y estaba listo para emprender mi pequeño viaje. Aunque un día, descubrí que no era un dedo lo que me daba equilibrio y confianza, sino la rama de un arbusto que mi madre colocaba en mi mano para darme apoyo y animarme a dar mis primeros pasos.
Y así, en esos momentos tempranos de mi vida, absorbí mi primera lección valiosa: la total honestidad no siempre es la mejor ni la forma más segura de comunicación entre seres sintientes, conscientes y con un sentido de las emociones, como el placer y el dolor. Aprendí que, en ocasiones, cierto grado de inmoralidad es necesario para mantener una convivencia saludable.
Esta lección me recordó que, en nuestro viaje por la vida, a veces debemos sopesar nuestras palabras y acciones con cuidado, considerando cómo pueden afectar a los demás. La empatía y la comprensión son cualidades fundamentales en nuestras relaciones humanas. Al entender que la verdad absoluta puede herir innecesariamente, aprendemos a valorar la delicadeza y el respeto hacia los sentimientos de los demás.
Que esta lección nos recuerde que la moralidad y la honestidad deben equilibrarse con la compasión y la empatía en nuestras interacciones con los demás, pues son estos ingredientes los que construyen puentes y fortalecen los lazos humanos, permitiendo que todos nosotros avancemos juntos en este viaje llamado vida.